sábado, 17 de abril de 2010

Sláinte, Éire!

Con el poso de una semana y pico de trabajo y las sensaciones más asentadas en mi cabeza, me dispongo a narrar la semanita por la verde Irlanda durante la semana santa.

Antes de ir particularizando, una impresión general del viaje: muy bien por los sitios visitados, y mucho mejor por el mero hecho de juntarnos los de toda la vida (salvo la excepción menorquina) por primera vez en... siglos. He ahí que el viaje para mí tuvo dos partes claramente diferenciadas: una, en modo horda dicharachera, y la otra, meditabunda y catártica; ambas dos tuvieron mucho encanto...

Todo comenzó en Dublín: me recibió con un frío inesperado, probable estertor de la inesperada nieve del día anterior. Aprovechando las horas hasta que llegase el resto de la comitiva, el que suscribe dejó los trastos en el hostel y se fue vía DART (su tren de cercanías, vaya) a la península de Howth. Tras un paseo por el puerto, donde me recibieron cordialmente unas focas y menos cordialmente un ventarrón y algo de granizo (mientras a la vez hacía sol; misterios del clima irlandés), me pateé la península: puertecito y pueblo costero de los de toda la vida, urbanizaciones mega-osea-pijas por el centro y unos acantilados con su faro como mandan los cánones. Ya de vuelta a Dublín comenzó la dura y ardua tarea de investigación acerca de las vicisitudes de la cerveza irlandesa. Siguiendo una medio premeditada ruta de pubs, fuimos probando algunas antes y después de que llegase el resto de la cuadrilla, salvo el elemento bávaro, que llegaría días después. Mención especial al laredublinés por su ayuda previa y sus buenos consejos en esa noche.

El día siguiente continuó por los derroteros dublineses. No es una ciudad que destaque por su belleza arquitectónica, por lo que se puede patear tranquilamente en un día: la iglesia-catedral de Cristo, la catedral de san Patricio, el castillo, Trinity College, st. Stephen's green, Merrion sq., la orilla del Liffey y sus puentes y un tramo de O'Connell st. hasta llegar a la Spire. El colofón lo puso un clásico: la fábrica de la Guinness y sus estupendas vistas de la ciudad. Y, claro está, alguna pinta post-cena para continuar con la investigación.

Llegó con esto el día más extraño de la primera parte del viaje. Tempranito, nos fuimos de excursión en bus hacia el condado de Wicklow, el llamado jardín de Irlanda. Lo hubiésemos pasado mejor en coche, haciendo las paradas que nos hubiese dado la gana, pero bueno... Atravesando carreteras de costa y alguna de montaña (las menos, pues había carreteras cortadas por la nieve ya mencionada), fuimos viendo el verde intrínseco irlandés hasta llegar a uno de los sitios más visitados del país, Glendalough. Ruinas de iglesias, tumbas y demases huellas monacales rodeadas de las imperecederas señales de la naturaleza en forma de montañas, vegetación y un par de lagos. Y ya de vuelta en Dublín, toda vez recibido con vítores al bávaro arriba mencionado, chocamos contra el más rancio ejemplo del peso latente de la religión en el país, y de ahí la denominación de día más extraño: el viernes santo no se sirve alcohol, por lo que hubo que hacer vida social en el hostel armados con cervezas compradas el día antes (sabio refranero, hombre prevenido vale por dos) y generar, entre muchas risas, promesas de visitas a London.

La despedida de Dublín tuvo un comienzo curioso: adaptación a conducir por la izquierda, y, para más inri, con un coche automático. El destino era justo enfrente, la costa oeste del país. En su tramo final, atravesando el precioso Burren, donde el sempiterno verde se vuelve marrón por la ausencia de vegetación, paramos a ver los espectaculares acantilados de Moher. Y la investigación continuó por las calles de Galway, ciudad con poco que ver y con mucho ambientillo nocturno.

Mi primer día solateras me llevó a visitar Kinsale, pueblecito costero al suroeste del país, tras un interminable viaje en bus, empezando así mi idilio con Bus Eireann, cuyo logo me recuerda muy mucho a cierto perro de cierta soriana... Doy gracias a mi cuerpo por tener la habilidad de dormirse sin problemas en los viajes de autobús. de Kinsale me volví para hacer noche a Cork, la segunda ciudad irlandesa. Salvo una catedral, no es gran cosa, pero tiene mucha vida nocturna, tanto en forma de restaurantes como de pubs. En uno de estos proseguí la investigación y disfruté como un crío de un grupo de música tradicional (banjo, guitarra, gaita irlandesa, bodhrán y dos violines) rodeado de lugareños...

El último día completo continuó con el bus-idilio hasta Cahir y su castillo, para luego terminar en Kilkenny, cuca villa con un castillo muy espectacular. El país se despidió con un grupeto cantando canciones tradicionales en un pub. El cantante era el típico abuelete cano, con una gorra calada y la pinta en la mano...

Para terminar, un aburrido día de viaje con autobús, avión y metro hasta casa. ¿Para cuándo se inventará la teleportación?

Por supuesto, dejo las fotos del viaje aquí, a la espera de recibir las de los otros miembros del grupo...

En definitiva, que me quedo con ganas de volver y conocer otros muchos parajes naturales del país. Y, tomando en mi mano cualquiera de las estudiadas en la investigación (Kilkenny, Murphy's, Smithwick's, Galway Hooker, Beamish o la ubicuista Guinness), proclamo: Sláinte, Éire! (¡Chinchín, Irlanda!)

No hay comentarios:

Publicar un comentario